Opinión

Más cultura sin bonificar

La nueva subvención cultural para los jóvenes

Es probablemente el otoño la mejor época del año para dejarse llevar por la nostalgia.

Son sus –cada vez– más cortas tardes propicias para evadirse en esos momentos vividos y, sobre todo, en los que nos habría gustado vivir. Y es entonces cuando los románticos cogemos un libro o una peli y empatizamos tanto con sus protagonistas que generamos un popurrí de recuerdos entremezclados con vivencias que nos enriquecen. Que nos deja exhaustos.

Para éstos, entre los que me encuentro, el anuncio que llegó del bono cultural, con la inminente aprobación de los Presupuestos Generales del Estado, fue una excelente noticia. Luego leímos que es sólo para los que cumplen la mayoría de edad y, más tarde, nos enteramos, que aún no está claro, qué será considerado cultura.

Y los románticos comenzamos a reflexionar: ¿no sería mejor que desde las instituciones públicas se llevasen a cabo políticas culturales efectivas?

Que comenzásemos a tratar a la Cultura, como lo que es, un Derecho Fundamental recogido en el artículo 27 de la Declaración de Derechos Humanos, y que se garantizase desde la más tierna infancia hasta el final de nuestros días.

Tal vez deberían reconvertir las bibliotecas públicas en locales donde los encuentros con escritores y los talleres de lectura y escritura fuesen las principales actividades, y que no sólo fuesen almacenes de libros. Algunos, incluso, olvidados. Y, por qué no, hacer de esos preciosos salones polivalentes, con los que todos los ayuntamientos cuentan, lugares donde llevar a cabo sesiones de cine forum, no solo para culturetas arraigados, sino también para jóvenes desinteresados.

¿No deberían nuestros gobernantes pensar en la importancia que se da al Arte desde las escuelas públicas? Donde la música y la plástica, curso tras curso, siguen siendo consideradas las marías, sumados encima esos hándicap de “no tienes ritmo” o “no sabes pintar”, que consiguen que esos niños pequeños, que cantan, bailan y pintan, dejen de hacerlo porque las exigencias del currículum solo admiten a unos virtuosos. Donde la literatura dejase de estar escondida tras la importancia de la Lengua y la poesía no fuese solo vista desde la métrica, sino que se echase tiempo en enseñar a amarla. Donde no nos obligaran (solo) a leer clásicos –que por cierto, siempre estarán disponibles en los estantes de las biblioteca–, sino que nos permitiesen leer e incluso escribir lo que quisiéramos leer.

¿No sería, pues, más recomendable arraigar en el pueblo la importancia de la Cultura antes de dar un bono que tal vez no sepan ni en qué gastar? ¿No estaría mejor dejar de considerar a la Cultura la hermana pequeña de la Educación, cuyo Ministerio es uno de los olvidados en los Consejos de Ministros? Porque, no nos engañemos, si hoy sabemos a quién tenemos de ministro de Cultura es casi exclusivamente porque al buen señor le gusta el baile. Ah, sí, y porque es catalán. Pero, ¿quién recuerda al anterior?

Igual esta tarde de otoño está cubriendo con un velo de melancolía estas palabras que escribo, pero creo firmemente que la Cultura no ha de ser un tema partidista sino político. Y las políticas, más que bombos y platillos para sus anuncios, merecen reflexión para que surtan efectividad.

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